En las salas de redacción de hoy no hablan del cargaladrillos. Ese nombre se ha ido desvaneciendo en los rincones de los sofisticados recintos rodeados de monitores, ordenadores, comandos, alarmas y artilugios electrónicos de todo tipo en donde los medios digitales cocinan las noticias. Pero ahí está. Justo donde ocurren.
Cargaladrillos es otra hermosa y precisa voz de la jerga periodística criolla cuyo origen se pierde en el tiempo. Así le dijeron por muchas generaciones periodísticas al anónimo reportero de planta en tiempos en que las grabadoras, por su tamaño diseño y peso, debían ser llevadas en un maletín o terciadas al hombro.
Nadie sabe cómo surgió ese nombre. Tal vez, de manera espontánea. Gracias al apunte oportuno de un reportero, un editor, un jefe de redacción o un director de noticias en medio del trajín diario en la sala de redacción. Un chascarrillo surgido a pocos minutos de la hora de cierre.
Quizás, nació como ‘chiva’, el nombre con el que los reporteros en Colombia designan el santo grial del periodismo: la noticia exclusiva. Su origen se remonta a los primeros años del pasado siglo. Era un vocablo muy popular en los bares y cafetines bogotanos para señalar los dados cargados con plomo de los tahúres para esquilmar incautos en apuestas. Hasta que una tarde de 1922, durante una tertulia en uno de esos cafés, una logia de poetas y periodistas la robaron para volverla sinónimo de primicia. Así bautizaron la extraordinaria historia que iba a salir publicada al día siguiente en uno de los tantos diarios capitalinos que circulaban en la época.
Cargaladrillos es otra, ‘chiva’. un acertado vocablo que dio nombre al reportero que no solo tenía que lidiar con sus pesados instrumentos de trabajo. También, expresa con exactitud el esfuerzo con el que sostiene el prestigio del medio para el que presta sus servicios.
El plebeyo del oficio. A quien jamás le importa la hora, el clima o la dificultad del camino, excepto la siempre agobiante e implacable hora del cierre. El cazador solitario que sigue la pista de un hecho y no suelta prenda hasta desentrañar sus secretos y volverlos noticia. Armado de esa pesada grabadora olfatea la primicia oculta en un mar de información en cualquier otro acontecer diario. Ahí estuvo, ha estado y está. Siempre presente en reuniones, sesiones oficiales, ruedas de prensa o ubicando personajes.
Me refiero al fiel escudero de un jefe de redacción que jamás espera conseguir reconocimiento personal. Solo noticias. El cronista de sucesos que saca pecho siempre que el lector, el radioescucha o televidente convierte en suya, la historia que publicó gracias a su tenacidad, olfato y a una intensa lucha por un espacio.
El incógnito corresponsal que, a pesar de su tenaz labor, rara vez firma un artículo en un periódico. Su nombre, si aparece, es de manera fugaz en los créditos de una estación de noticias de radio o de televisión.
Estamos hablando del ejercicio del periodismo de antes. Cuando el cargaladrillos se quitaba de sus espaldas el yugo de su herramienta de trabajo al pisar la sede del periódico, revista o emisora, solo para terminar sometido a otra prueba mayor, sentarse frente a una máquina de escribir y darle vida con palabras a una hoja en blanco, a la que denominaban cuartilla, donde plasmaba la gran historia conseguida.
Aquel que ejercía por vocación. Por lo regular, formado en las salas de redacción. Nunca pisó una facultad de Comunicación. Por esto, con desprecio le decían “empírico”. Pero llevaba el oficio en la sangre y sobresalía sobre muchos periodistas amoldados en aulas universitarias.
El periodismo en Colombia sigue lleno de cientos de cargaladrillos. Periodistas entregados, místicos, enamorados de su oficio y anónimos como los de antes, que prefieren una chiva, así sea sacrificando la fama.
Algunos, como el legendario Felipe González Toledo, Germán Castro Caicedo, Juan Gossaín, Edgar Torres, Laura Restrepo, Yamid Amat, Luis Cañón, Álvaro Sierra, Carlos Gómez o Carlos Ruiz. lograron trascender hasta la excelencia y ser grandes en el oficio gracias a su talento, su esfuerzo, su tenacidad, y nos han dejado su legado.
Por eso, con orgullo me declaro un simple reportero. Un cargaladrillo. Así empecé hace casi 30 años en una estrecha pero cálida redacción del Periódico LA TARDE de Pereira, semanas después de graduarme como periodista de la Escuela Superior Profesional INPAHU en Bogotá.
Y aquí sigo. Soy el mismo obrero del periodismo. Como los de antes. Y tengo el honor de hacer equipo con otros grandes reporteros anónimos. Como los de antes.
Recordando el inicio de muchos, las enseñanzas de pocos que continuaron. Un cálido saludo, colega del oficio.