El renegado de las Farc que convirtió a Tacueyó un inmenso cementerio

Entre noviembre de 1985 y enero de 1986 ocurrió uno de los mayores crímenes en Colombia en toda su historia. Dos jefes guerrilleros desencadenaron una purga al interior de la primera disidencia de las Farc en las montañas del norte del Cauca. En esa horrible matanza ejecutaron a 168 hombres, mujeres y niños, los señalaron de infiltrados del Ejército. Una constante de crueldad y horror que el país repite año a año.

Hoy hace 35 años, los teléfonos de la redacción de EL TIEMPO replicaron más de lo usual. El periódico había publicado una foto en la primera página de su edición de domingo que terminó dándole la vuelta al mundo. La imagen, a tres columnas, plasmaba el instante en la que seis personas –uno de ellos un niño– desfilaban encadenadas al cuello y con las manos y los pies amarrados.

La leyenda debajo de la foto señalaba que eran prisioneros del jefe del Frente Ricardo Franco, alias Javier Delgado. Los presentó el día anterior a un grupo de periodistas en su campamento en las montañas del Cauca como infiltrados del Ejército. Después los ejecutó.

A la historia, firmada por el reportero James Arias ese 12 de enero de 1986, el diario capitalino le destinó una página entera y agregó la lista de otras 158 personas que el jefe guerrillero confesó haber asesinado en esas montañas del sur del país.

La terrible matanza es considerada en los anales judiciales del país como uno de los mayores crímenes cometidos en Colombia en toda su historia. Se conoce como la masacre de Tacueyó, por el nombre del caserío del norte del Cauca donde se desencadenó ese horror que tres décadas después aún siguen padeciendo sus moradores.

La región era el epicentro de fuertes y continuos combates con el Ejército. Casi una docena de facciones subversivas se habían asentado en esa zona del país y las hostilidades habían arreciado en los alrededores de Tacueyó, ubicado sobre un corredor estratégico usado durante años por guerrilleros y narcotraficantes para pasar de la costa del Pacífico hacia el sur y el centro del país.

Los sucesos fueron seguidos en detalle por la prensa desde el 15 de diciembre de 1985, cuando fueron reportadas las primeras fosas con las víctimas de Delgado, a quien ya denominaban el monstruo de los Andes. Pero fueron los nombres publicados, extraídos de las cédulas que el mismo jefe guerrillero entregó a los comunicadores, los que motivó la ola de llamadas a EL TIEMPO.

La mayoría se identificaban como familiares o allegados de quienes aparecían en la relación de muertos. Entre ellos había estudiantes, desempleados y algunos profesionales a quienes reportaron como desaparecidos días antes.

A las oficinas de EL TIEMPO en Cali acudieron familiares de otras 16 personas y aseguraron que se trasladarían a Corinto, Miranda y Toribio, tres municipios enclavados en las montañas del departamento del Cauca, donde estaban varios de los cuerpos rescatados.

Solo unos pocos admitieron que sus familiares se habían enrolado en el Frente Ricardo Franco, la primera gran disidencia de las Farc. Ellos declararon que las víctimas fueron citadas a finales de noviembre de 1985 a las montañas del cauca para una cumbre. No se volvió a saber de ellos hasta que sus nombres aparecieron en los diarios ejecutados por Javier Delgado.

Los asesinatos de miembros del Ricardo Franco continuaron en los siguientes días. Esta vez, los escenarios de los crímenes fueron las ciudades de Cali y Medellín, donde 30 personas aparecieron muertas en extrañas circunstancias. Los casos fueron atribuidos en un principio a una guerra entre pandillas y narcotraficantes. Pero sobrevivientes de la purga en esas ciudades denunciaron los hechos.

Las fosas

Entre tanto, en el Cauca no paraban los hallazgos. A finales de enero de 1986 se habían encontrado 35 con 88 cadáveres. Los reportes continuaron hasta mayo. La última tumba reportada fue ubicada cerca de Toribio, tenía 30 cadáveres, uno de ellos decapitado.

Las primeras fosas aparecieron dos semanas antes de la navidad de 1985. Gritos y lamentos lejanos en las noches en esas cimas boscosas de la cordillera predijeron el espeluznante hallazgo. Le siguieron los intimidantes vuelos de los buitres, el fétido olor y las huellas de tierra removida.

Un campesino, cerca de su rancho, encontró la primera tumba. Lo guiaron al sitio los ladridos frenéticos de los perros que habían desenterrado algunos cadáveres.

Luego fue el párroco de Tacueyó quien reportó más fosas. El cura las encontró mientras recogía musgo a las afueras del pueblo con sus feligreses para el pesebre de la iglesia.

Los muertos aparecieron a lo largo de una terrorífica ruta de 20 kilómetros hacia el sur hasta el municipio de Toribio y que hicieron de los alrededores de esos caseríos un inmenso cementerio.

Los rumores iban y venían. No faltaba quien afirmaba haber visto antes a decenas de hombres y mujeres encadenados al cuello y amarrados de pies y manos siguiendo ese mismo camino.

Ejército toma el control

Los hallazgos terminaron alertando al Ejército que de inmediato tomó el control del área. El ministro de la Defensa, el general Miguel Vega Uribe, hizo público los hechos al país durante una ceremonia de ascenso a coroneles en la Escuela militar José María Córdoba, en el noroccidente de Bogotá.

Según el oficial, patrullas del Ejército habían encontrado 33 cadáveres en cinco sepulturas en un paraje conocido como La estrella que, según él, había sido escenario de enfrentamientos continuos días atrás.

Sobre los muertos dijo que eran 24 hombres, ocho mujeres y un joven no mayor de 15 años. Describió el lugar como un cementerio guerrillero abandonado. Citando informes de los servicios de inteligencia militar, Vega Uribe reveló que los cadáveres habrían sido enterrados por sus compañeros antes de huir de los campamentos, luego de los combates.

Pero, según los informes forenses de una comisión de jueces militares y delegados de la Procuraduría presentes en el lugar para efectuar los levantamientos indicaba que los cadáveres no presentaban heridas que indicaran una muerte en batalla.

Las víctimas, algunos muy jóvenes, casi niños, aparecieron amarrados de pies y manos. Ninguno presentaba un solo impacto de bala. Unos tenían el cráneo y el rostro destrozado, signo de haber sido asesinados a garrote. Otros estaban con el vientre o el pecho abierto, sus entrañas desgarradas y castrados.

Varios de los cuerpos se les vieron con las uñas y los pezones de sus pechos arrancados. Algunos presentaban huellas de empalamiento. A muchos, al parecer, los enterraron aún vivos. Los demás, ahorcados o degollados, tenían una puñalada de gracia en el esternón.

En los días siguientes aparecieron más fosas con cuerpos. Una unidad del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), la agencia de inteligencia del Estado en ese momento, se unió a las pesquisas judiciales y descubrió 27 cadáveres en las veredas Chimicueto y Barrizal.

Muchos estaban desnudos. Las prendas y efectos personales de las víctimas aparecían enterradas aparte y en muchos casos con las cuerdas y garrotes con los que habían sido ahorcados o golpeados hasta morir.

Alrededor de las tumbas aparecían también restos de víveres, medicamentos, trincheras y palos para sostener carpas, rastros inconfundibles de campamentos guerrilleros, algunos con capacidad para albergar hasta 200 hombres y mujeres.

El comandante del Ejército, el general Rafael Samudio Molina, negó que entre las víctimas del Ricardo Franco hubiese militares. Sus declaraciones las entregó en Cali durante la ceremonia de transmisión de mando de la Tercera Brigada.

“Los muertos, dijo el alto oficial, eran guerrilleros activos y de trayectoria”. También reveló que lo que había quedado de esa guerrilla sufrió un duro golpe en Bogotá. Los militares consiguieron llegar a una casa en el barrio Villa Luz en el noroccidente de la capital y capturaron a 13 miembros de la red urbana. Los operativos continuaron en los días siguientes hasta desmantelar el grupo.

Las torturas

Guerrilleros del Ricardo Franco que sobrevivieron a la masacre relataron escenas dantescas. La gente desaparecía y se escuchaban voces de personas pidiendo auxilio. Lo prisioneros eran atados con cadenas y torturados.

De repente y sin previo aviso, a cualquiera le quitaban el arma y lo apresaban por orden del comandante. Los amarraban de manos y pies a un palo, luego los ahorcaban con un cordel muy fino y les rajaban los intestinos para asegurarse de que estuvieran muertos, contaban los desertores.

Los gemidos, lo gritos de dolor y de auxilio eran frecuentes. Muchos presenciaron cómo amarraban a personas de las manos y de los pies a dos árboles, luego se sentaban encima y se mecían. Lo llamaban la hamaca. Las extremidades de los torturados se iban poniendo negras y pocas horas después morían ahogados.

Diariamente mataban entre ocho y diez. Decían que eran infiltrados, que trabajaban para el Ejército, porque les daban limonada a los soldados.

Metían entre 10 y 12 cadáveres en un mismo hueco, pero por más tierra que les echaba a los cuerpos no se podían sepultar. La sangre parecía subir con fuerza regándose por todas partes. Así que terminaron tapando las tumbas con piedras y raíces, decían los sobrevivientes en sus relatos.

Con el paso de los días, la versión de los militares para explicar los hallazgos en Tacueyó y en sus alrededores se fue enredando. Los resultados preliminares de las diligencias de levantamiento de los cuerpos desvirtuaban la teoría del cementerio clandestino de guerrilleros caídos en combate con el Ejército.

Los pobladores de la zona aseguraban que desde hacía dos meses no se habían presentado combates en esa zona. Los informes de los levantamientos de cadáveres, filtrados por la prensa, indicaban que, por el estado de descomposición de los cuerpos, los médicos forenses calculaban la muerte de estas personas entre finales de noviembre y principios de diciembre de 1985.

El recién nombrado comandante de la Tercera Brigada del Ejército, con sede en Cali, el general Fernando Gómez Barros, interrogado por los periodistas insistió en la versión oficial, En los noticieros radiales y de televisión se refirió al hallazgo de las fosas como un “genocidio”.

El oficial atribuyó el caso a una operación limpieza de la guerrilla y consideró que las autoridades civiles y de Policía eran las competentes para investigar los hechos y extendió los tentáculos del hecho al narcotráfico.

Tres días antes de navidad, la emisora Todelar en Cali lanzó un extra noticioso. El boletín de la cadena radial revelaba en exclusiva un comunicado del Frente Ricardo Franco en el que se atribuía los muertos de Tacueyó.

En una grabación entregada por un desconocido en los estudios de esa estación, un vocero del grupo, hablando en nombre de los comandantes ‘Javier Delgado’ y Hernando Pizarro Leongómez, señalaba que estas personas habían sido sentenciadas a muerte por sus crímenes contra el pueblo.

El anónimo voceros presentaba a las víctimas como militares, algunos de alto rango, infiltrados en sus filas y detectados luego de una toma al municipio de Miranda ejecutada por ellos el 15 de octubre de 1985. Remataba el comunicado diciendo: “No podíamos dejar impunes estos crímenes y tampoco convertirnos en carceleros”.

Veinticuatro horas después, el comandante de la Tercera Brigada, el general Gómez Barros, desmintió la versión divulgada por el Ricardo Franco y aseguró a los periodistas que no había reportes de bajas militares en esa zona.

El Ricardo Franco estaba asentado en esas montañas del Cauca desde hacía tres años, cuando se separaron de las Farc. Su jefe, José Fédor Rey, era casi un mito entre los subversivos. Pasó de hombre de confianza de ‘Jacobo Arenas’ a desertor y con precio por su cabeza.

El guerrillero abandonó a las Farc alegando que había perdido su rumbo revolucionario, pero llevándose consigo 800 millones de pesos (más de un millón de dólares de hoy) obtenidos en secuestros y extorsiones. Con ese dinero reclutó gente, adquirió armamento moderno, tomó el alias de ‘Javier Delgado’ y creó su propio grupo subversivo

Pero su discurso radical, aunque caló entre muchos jóvenes de las ciudades que terminaron reclutados en su movimiento, despertó desconfianza y recelo por parte de los jefes de las otras organizaciones subversivas con quien había conformado la coordinadora nacional guerrillera Simón Bolívar, una especie de federación de grupos armados con el objetivo de unir sus fuerzas contra el Estado.

En esa época, Colombia tenía más movimientos insurgentes que partidos políticos y casi todos operaban en el Cauca. La zona también empezaba a ser codiciada por las nacientes mafias del narcotráfico. Aparecían las plantaciones de coca y de amapola. Los narcos iban adueñándose de las mejores parcelas agudizando los conflictos de tierra en esa región.

Los indígenas también reaccionaron a esa violencia empeorando el clima de confrontación en esas montañas. Iniciaron con linchamientos de ‘pájaros’, como le decían a quienes hostigaban sus comunidades para obligarlos a salir de sus tierras ancestrales. Luego se organizaron en autodefensa.

La guerrilla del M19 y los indígenas del Quintín Lame los grupos que mantenían alianzas más estrechas con el Ricardo Franco, reconocieron horrorizados que los cadáveres enterrados en aquellas fosas regadas por los alrededores de Tacueyó, Calotó y Toribio eran de los hombres y mujeres con quienes días atrás entraron a pueblos o patrullaron en acciones armadas conjuntas.

Casi todo el Cauca estaba militarizado. El departamento era el epicentro de la guerra que vivía el país. El conflicto armado sufría una escalada sin precedentes después de haberse roto una tregua entre el gobierno del presidente Belisario Betancur y la insurgencia.

La paz rota

La política de apertura y diálogo con la que Betancur comenzó su mandato en 1982 entraba en crisis luego de una serie de acercamientos secretos con jefes guerrilleros en España, México y en las selvas colombianas, los cuales le permitieron acordar un silencio de las armas a cambio de una apertura política.

El jefe de Estado alcanzó a decretar una amnistía general que cobijó a los subversivos presos, pero no consiguió aprobar en el Congreso las reformas necesarias. Tampoco contó con el apoyo de los mandos militares, quienes de manera pública rechazaron las gestiones para avanzar en un proceso de paz desencadenando el rompimiento de los pactos.

El fracaso en las negociaciones ocurrió después de un histórico encuentro de representantes del Gobierno y de la sociedad civil con la cúpula de las Farc en Casa Verde, un campamento situado en las montañas de La Uribe, en el Meta, en noviembre de 1984. Era la primera vez en 20 años, desde su creación, que los jefes de esa guerrilla daban la cara en público.

Tres meses antes hubo un acto de paz similar con los comandantes del M19 en el poblado de Corinto, en el Cauca tras fructificar una serie de gestiones y acercamientos secretos propiciados por el expresidente Alfonso López Michelsen y el nobel Gabriel García Márquez en La Habana (Cuba) y en Madrid (España), donde por primera vez en la historia del país un presidente colombiano en ejercicio se entrevistó con jefes rebeldes.

Esa reunión se efectuó en septiembre de 1983. Belisario Betancur, en su calidad de jefe de Estado; e Iván Marino Ospina y Álvaro Fayad como máximos comandantes del M19, conversaron en la residencia de Julio Feo, entonces secretario privado del primer ministro ibérico, Felipe González.

Pero a excepción de las Farc, que prefirieron aprovechar la tregua para impulsar a la Unión Patriótica, el que iba a ser su brazo político en los siguientes años, los demás cabecillas de las organizaciones rebeldes tildaron al presidente Betancur de traidor por no cumplir la palabra empeñada y volvieron a declararle la guerra al Estado.

Tacueyo se convirtió entonces en punto ideal para las operaciones subversivas. Su estratégica posición geográfica fue su maldición. Esas empinadas faldas andinas colindan con extensos valles sembrados de caña y centros de desarrollo agroindustrial, grandes ingenios para la producción de azúcar y bioquímicos.

El caserío, plantado entre las montañas, está a 89 kilómetros de Cali y a 140 de Popayán. Por sus laderas serpentea la vía Panamericana y hacía el oriente, internándose en las cumbres se llega a un imponente macizo montañoso que se abre en tres brazos dando origen a las cordilleras Occidental Central y Oriental.

Esa topografía singular les ofrecía a los levantados en armas corredores naturales donde podían acceder a las costas del sur del Pacífico y a la frontera con Ecuador. O en sentido contrario, pasar a las selvas del Caquetá y del Amazonas, a los Llanos Orientales, a los departamentos de Huila, Tolima y a cualquier punto del centro del país hasta Bogotá.

Palacio de Justicia, Siloé y Armero

Miembro de la coordinadora nacional guerrillera Simón Bolívar anunciaron una supuesta investigación revolucionaria contra los comandantes del Ricardo Franco por abusos a sus militantes. En las filas guerrilleras, el asunto alcanzo ribetes de crisis.

Los jefes del M19 rompieron cualquier relación con ‘Delgado’. En un comunicado que circuló clandestinamente, Álvaro Fayad, máximo comandante de la organización, y su plana mayor, calificaron la matanza como un crimen “exasperante, indigno e injusto cometido por los mismos integrantes del grupo con la excusa inaceptable de investigaciones sobre infiltrados de los servicios de inteligencia del Ejército colombiano”

‘Delgado’ respondió en otro comunicado. “No deben olvidar los compañeros del M19 cuál ha sido la mano generosa que los ha protegido financieramente en los últimos tiempos y en lugar de criticarnos debieran preocuparse por resolver problemas graves como el homosexualismo que afecta a parte de su dirigencia”.

De hecho, la masacre no pudo haber sucedido en peor momento para el M19. Un buen número de las fosas estaban en predios de la hacienda Miraflores, camino al Campo América, el campamento levantado por Carlos Pizarro años atrás como centro de operaciones del frente occidental y punto elegido por los comandantes del movimiento para una cumbre.

Al tiempo que ‘Delgado’ desataba su orgia de sangre en esas montañas del Cauca, los cuadros de mando de la organización iban llegando a la cita acordada con el fin de reorganizarse, trazar nuevas estrategias para contrarrestar los golpes de la Fuerza Pública que ya hacían mella en la organización y asimilar la responsabilidad por su mayor error militar y político y una de las grandes tragedias que ha sufrido el país en toda su historia a causa del conflicto armado: el holocausto del Palacio de Justicia.

El catastrófico saldo de esa acción ocurrida el 6 y el 7 de noviembre de 1985 –en total 98 personas muertas entre magistrados, empleados y visitantes, y la aniquilación física del comando que ejecutó la toma— llevo a esa guerrilla a su mayor crisis desde su fundación.

La operación fue ejecutada por orden de Álvaro Fayad, el máximo comandante del M19 y uno de los primeros en llegar a los campamentos del Campo América. ‘El Turco’, como le decían reemplazaba en el mando a Iván Marino Ospina, muerto cuatro meses antes en una vivienda del barrio los Cristales de Cali, después de resistir una hora el cerco del Ejército.

Su ascenso a comandante también había coincidido con otra serie de hechos sangrientos que habían golpeado al grupo como la toma de Siloé. El 30 de noviembre de 1985, las 7.000 personas que habitaban ese deprimido sector de ladera en el suroccidente de la capital del Valle empezaban a vivir 48 horas intensas.

Un operativo conjunto de Ejército, Policía y DAS dirigido a diezmar la red urbana del M19 desencadenó combates, calle por calle en un intento por controlar ese sector de la ciudad. La Fuerza Pública justificó el ataque asegurando que pretendía frustrar una acción terrorista en Cali. Las acciones dejaron un saldo de 15 muertos. Once de las víctimas fueron civiles.

Para completar, no solo la guerra se ensañaba con el país. La noche del 13 de noviembre de 1985, mientras el humo seguía brotando de los restos calcinados del Palacio de Justicia, un fuerte rugido salido del fondo de las montañas de Tacueyó, acompañado de un cimbronazo y rematado con una gran bola de fuego que iluminó el horizonte, advirtió a los guerrilleros del Campo América de otro desastre.

El fenómeno, inicialmente, fue tomado por los guerrilleros a un gran ataque del Ejército. Más tarde supieron que se trataba de una erupción del volcán nevado del Ruiz y que había borrado del mapa a la ciudad tolimense de Armero. Una avalancha de lodo y piedras arrastró parte del glacial de la montaña siguiendo el cauce del río tutelar de la población, el Lagunilla, y en menos de una hora sepultó a 23 mil personas.

El renegado

El asedio contra ‘Javier Delgado’ y a Hernando Pizarro aumentó. A la persecución del Ejército se unió el de sus antiguos camaradas de lucha. Tras una cumbre extraordinaria, la coordinadora nacional guerrillera decidió expulsarlo a él y a su organización armada. Ahora su cabeza tenía precio sin importar el bando.

Las Farc ordenaron la búsqueda inmediata de Delgado y de Hernando Pizarro para aplicarles la pena de muerte por traición a la lucha insurgente. Lo que quedaba del Ricardo franco se dividió. Un grueso número de sus miembros los desconocieron como comandantes.

Delgado terminó deambulando por las montañas del norte del Cauca con 50 hombres. Estaba aislado y sin contactos.

Diez  años después, con una semana de diferencia, Delgado fue confundido por una unidad élite del Ejército con el capo del cartel de Cali, Elmer ‘Pacho’ Herrera, el cuarto en la cúpula de esa organización criminal y capturado en Cali y Pizarro fue asesinado en una calle de Bogotá.

Delgado tuvo, al final un fin similar. En 1997 fue encontrado muerto en una celda de la Penitenciaria de Palmira. Lo ahorcaron con un alambre de púas. El asesinato se lo atribuyó horas después las Farc.

La matanza fue condenada por Amnistía Internacional (AI) en su informe anual. Quedó incluida en las denuncias por violación a los derechos humanos durante 1985. La ONG catalogó el hecho como el mayor episodio de sangre condenable en Colombia hasta ese momento.

La masacre de Tacueyó solo fue superada años después por el exterminio de la Unión Patriótica. Los miembros de ese movimiento político se convirtieron en el principal blanco de los grupos de paramilitares financiados por el narcotráfico y apoyados por caciques políticos.

Muchos exmilitantes del Ricardo Franco terminaron reclutados por los carteles de la droga. Así pasó con la mayoría de quienes hacían parte de las redes urbanas en Medellín, se vendieron al extinto narcotraficante Pablo Escobar.

El Ministerio de Defensa aprovechó las imágenes de los seis guerrilleros encadenados y camino al cadalso, captadas por los periodistas en el campamento del Ricardo Franco y que le dieron la vuelta al mundo, y con ellas diseñó campañas institucionales contra los grupos subversivos.

El rostro de Delgado y de sus víctimas siguieron apareciendo muchos meses después de la masacre en afiches y en anuncios de televisión.

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